jueves, 8 de febrero de 2018

Reto literario 2018 - Tu peor noche

Cuando me dispuse a escribir este relato, tuve un problema. A la hora de escribir, puedes, y debes, inventarte cosas. Pero cuando decides escribir algo fiel a la realidad, algo que te ha sucedido, tienes que hacer caso de tus recuerdos.

Para mi, por suerte, no he tenido demasiadas noches que sean tan malas como para decir: es esta, no ha habido otra peor.

Sin embargo, sí recuerdo esta noche con bastante nitidez porque dejé, dejamos, que el miedo nos ganase. Y porque durante unos segundos estuve segura de que iba a recibir una paliza. Esas cosas nunca se olvidan.

Espero que os guste mi manera de contarlo.

Relato escrito por Cristina Sanz Fernández


El invierno ponía fin pero aquella noche aún hacía el suficiente fresco como para que la joven se pusiera una bufanda o un pañuelo al cuello. Se vistió con prisa. Llegaba tarde al cine. Así que se enfundó una camiseta corta y un jersey morado acompañando a sus vaqueros gastados, la chaqueta de punto y la palestina que se había comprado en el rastro meses atrás.
En el metro sacó el libro que estaba leyendo y se vio interrumpida infinidad de veces por desconocidos riendo y charlando. 
Miró el cascado móvil, que ya había perdido la tapa, por enésima vez. Ningún sms pero sí dos llamadas perdidas de Rodri. O bien ya había llegado, cosa que dudaba, o bien Iván y él llegaban más tarde aún que ella. A lo mejor deberían replantarse lo de ir al cine. 
Cuando asomó la nariz en las taquillas de la estación pudo comprobar que los dos chicos aún no habían llegado. Se apoyó en una pared sucia al lado de la caseta de la taquillera, que hablaba con un guardia de seguridad. La noche madrileña aún no había empezado pero muchos transeúntes atravesaban las pesadas puertas y un par de críos se colaron por debajo de los tornos sin que el atareado guardia sin percatase. 
Cinco minutos más tarde Rodri tiró de su libro y le saludó con una sonrisa y el mismo aspecto desastroso de siempre, con el pelo rizado creciendo desgreñado y los dedos amarillos por la nicotina. A su lado Iván miraba con el ceño fruncido a todo el que pasaba aunque la joven sabía que era pura fachada. La chica le dio dos besos y el ceño de Iván desapareció. 
- ¿Llevas mucho tiempo esperando? - Preguntó Rodri. Ella se encogió de hombros. - Cambio de planes. ¿Nos vamos a los bajos de Argüelles? 
Ella miró de reojo a Iván que, como siempre, llevaba pantalones de pitillo, botas militares, una bomber y el cabello rapado. Cualquiera le tomaría por un skin-head pero ella sabía que no era así. Se apostaba su móvil roto a que llevaba una sudadera morada con una banda de cuadros, rollo ska. Y aunque a la chica lo que menos le apetecía era salir por los bajos, con las peleas de la zona, asintió con la cabeza. 
Salieron del metro charlando de amigos y conocidos y de la suerte que tenían con la noche tan buena que se había quedado. Un par de manzanas antes de llegar a los bajos los dos chicos decidieron comprar un par de litronas para tomarlas antes de entrar en un garito. No preguntaron a la chica porque sabían que ella no bebería más que el mini de kalimotxo que pediría en el bar al que entraran. Nada de porros para ella tampoco. 
Pasearon por la calle, esperando no encontrar policía que les pusiera una multa por beber en la calle, así que bajaron la escalera de una calle peatonal y se sentaron en los últimos escalones, desde donde veían los coches cruzar de un lado a otro. 
- Mierda, me estoy congelando el culo. - Dijo ella, al cabo de una hora, poniéndose en pie. - ¿Vais a tardar mucho en beberos eso? 
Rodri miró el reloj del móvil. 
- Aún es pronto. ¿Quieres mi chaqueta?
Ella le sonrió y negó con la cabeza. 
- No hace falta. Es que el escalón está frío de pelotas. 
Iván se echó a reír, aún sentado en el suelo. 
- La próxima vez que vayamos al pueblo a pasar el finde, te vienes con nosotros y luego me dices si hace frío aquí. 
Ella iba a responder cuando les vio. 
Eran dos. Iban con las capuchas de las sudaderas negras caladas hasta los ojos y unas bragas militares cubriéndoles el rostro. Sintió el frío recorrer su espina dorsal y el tiempo se dilató. Cambió, atrasándose, haciendo de los segundos, horas. Y se detuvo. 



El primero la está mirando. Ella sabe que ha sido su aspecto el que les ha llamado la atención y piensa, sin razonamiento, que debería haberse quedado en casa. Su nerviosismo se palpa en el ambiente pero los chicos no se dan cuenta. En silencio ruega porque cambien de dirección. 
El que está más atrás se detiene y mira en ambas direcciones mientras el primero sigue hacia adelante, con la mirada puesta en ella. El miedo que genera esa mirada la paraliza. Deja de oír lo que sus amigos están diciendo y, por un segundo desconcertante, piensa en sus gafas. Las que nunca lleva puestas porque solo las necesita para ir al cine. Las que le permiten ver la esvástica pintada en una chapa en la bomber negra. 
- Tíos…, - dice. 
Pero no lo suficientemente rápido. Porque ya está allí, a su lado. Ella baja un escalón antes de darse cuenta de lo cobarde que resulta y vuelve a subirlo. Él, que no es nada más que dos ojos envueltos en ropas negras, decide que ella no es de su interés y se vuelve hacia Iván, que sigue sentado en el suelo, sin miedo. 
“¿Por qué no tiene miedo?”, piensa ella. 
-¿Eres nazi? - Preguntan los ojos con una voz aterradora. 
Iván, más sorprendido que otra cosa, responde con voz firme. 
-Que va, tío. 
 -Tú eres nazi .- Insiste, escéptico. 
-Que no, tío, que no soy nazi. 
Los ojos parecen cada vez más furiosos. 
-Ábrete la chaqueta, - espeta, con convicción, sabiendo que le va a hacer caso. 
Iván se abre la bomber, revelando la sudadera morada que en otro momento a ella le había parecido tan chula. Ahora, sin embargo, no entiende nada. Y todo cambia. 
Los ojos furiosos levantan una pierna y le atizan una patada en la cabeza a Iván, señal para que Rodri corra hacia atrás unos metros y la chica se abalance a por la litrona. Cae una segunda patada, esta vez en el pecho de Iván, que está tirado en el suelo, y la chica se dispone a levantar la botella de cristal, aún sin haber decidido qué va a hacer con ella. 
Se oye un grito de alerta del que se ha quedado atrás y los ojos con puños y pies salen corriendo antes de que les de tiempo a hacer nada más. 
El tiempo se contrae, se dispara y se detiene del todo. 



Su corazón estaba acelerado, más que en toda su vida. Soltó la litrona, que rebotó contra el suelo pero no se rompió, y se abalanzó para ver cómo estaba Iván. 
-Estoy bien. Estoy bien. 
-¿Tienes sangre? ¡Hay que llamar a la policía! 
-No, que estoy bien, tía. No vamos a llamar a nadie. 
-Pero… 
Iván se levantó, sujetándose las costillas. Se palpó varias veces el pecho y los bolsillos. 
-¡Qué hijo de puta! Me ha robado el móvil. 
Ella alzó la vista sorprendida, sin comprender en qué clase de mundo era más importante un móvil robado que dos patadas. Rodri se acercó a ellos. 
-Tío, perdona. No he sabido reaccionar. ¿Qué ha pasado? 


De alguna manera, aunque ella no recordaba cómo, se fueron de los bajos de Argüelles hasta Vallecas, donde ellos se sentían más seguros. En el garito de siempre, la chica de la barra les dejó una bolsa de hielo y se ofreció a llamar a la policía, aunque Iván solo aceptó llamar a su novia para contarle qué había pasado. Nada de denuncias. Nada de culpas. 
Pero no volvieron a los bajos.

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